Martes de la I Semana de Adviento, año B.

Lc 10,21-24:

En aquel tiempo, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó Jesús:

– «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.»

Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:

– «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron.»

 

Jesús salta de gozo en el Espíritu Santo. Este breve Evangelio expresa una explosión de alegría, gratitud, alabanza de Jesús al Padre. Así como el gozo de María se expresa por las palabras del Magnificat así también Jesús en este texto canta su alabanza al Padre por ser portavoz de todos los hombres humildes y pobres, pequeños y sencillos quienes sin embargo son “bienaventurados” porque entran en la benevolencia del Padre. « Todo me lo ha entregado mi Padre» aunque soy un pobre entre los pobres, y nadie sabe de verdad quien soy realmente, «sino el Padre» y nadie, aunque haya conducido vida ascética y estudiado la Ley conoce realmente al Padre, sino sólo este pobre , «el Hijo» que viene de Él.

El hijo quiere revelarlo. Mirando a su alrededor se ve rodeado de hombres pequeños y sencillos, o sea los discípulos que tuvieron la capacidad de ver más allá y escuchar con el corazón y reconocer la Verdad. ««¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron«… El Padre «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes«.

Lunes de la I semana de Adviento (año B)

Mt 8,5-11

En aquel tiempo, al entrar Jesús en Cafarnaún, un centurión se le acercó rogándole: – «Señor, tengo en casa un criado que está en cama paralítico y sufre mucho.»

Jesús le contestó: – «Voy yo a curarlo.»

Pero el centurión le replicó:

– «Señor, no soy quien para que entres bajo mi techo. Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes; y le digo a uno: «Ve», y va; al otro: «Ven», y viene; a mi criado: «Haz esto», y lo hace.»

Al oírlo, Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían:

– «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe. Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos.»

 

Que hermosa es la figura de este hombre, el centurión, un hombre poderoso que cuida de un hombre débil participando de su sufrimiento; tiene aspecto fuerte y ternura de corazón,  está en el servicio del César, pero con una fe ejemplar. Puede enseñarnos mucho a nosotros los hombres de hoy en día que con dificultad podemos conciliar estos aspectos aparentemente contradictorios entre ellos, pero que aquí aparecen en perfecta armonía. ¿Realmente para ser grande, uno tiene que aplastar a los débiles? ¿La fuerza y la virilidad desentonan con la sensibilidad y la ternura? ¿El estado debe ser laico y la ciencia incompatible con la fe?

Jesús ante la belleza y la integridad de este hombre escucha en seguida su oración: «Vendré y lo sanaré«. Otra virtud se agrega a esta figura ejemplar, su humildad, «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa…» y reconoce el poder de la palabra de Jesús. Esto se enmarca dentro de su mentalidad de soldado que vive en una jerarquía y da el valor correcto a una palabra, a una orden. Incluso Jesús, el maestro, aparece a los ojos del centurión como jefe de una jerarquía formada por los apóstoles y discípulos… y al igual que una orden del César, que llegue a través del último de los soldados, tiene la autoridad del propio César, así también una Palabra de Jesús que viene a través de un  discípulo tiene el mismo poder para sanar, liberar, resucitar, guiar.

Muchas veces me encuentro con personas que dicen que creen y aman a Jesús pero no creen en la Iglesia, en sus ministros, citando  verdaderas miserias que la marcan a fondo. Pero, ¿Se puede creer y amar a una persona y no creer en lo que piensa y hace o no creer en su proyecto? Jesús mismo instituyó la Iglesia que desde los primeros días estaba formada por hombres llenos de limitaciones, debilidades, pecados. Sin embargo enviaría precisamente aquellos hombres limitados y pecadores, de dos en dos, a predicar, sanar las enfermedades, echar demonios…en Su Nombre. ¿De verdad quien no ama a la Iglesia puede amar a Jesucristo? ¿… o tal vez ama a una proyección que se ha creado en su mente de un Cristo imaginario y personal? Jesús mirando en nosotros, el nuevo pueblo de Israel,  ¿encuentra  una fe tan grande hacia su misión que pasa hoy por esta pobre iglesia?

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